martes, 11 de septiembre de 2007

VEINTE AÑOS

Veinte años no es mucho, es cierto, y sin embargo es también toda una vida.

Ese era el tiempo que ella llevaba buscando, en vano, lo que nunca había tenido y siempre había deseado.

Lo buscaba, a veces con ilusión y vehemencia; otras desesperadamente y sin esperanza. Lo perseguía, a veces como si se tratara de un sueño; otras como si fuese algo factible de alcanzar.

Juró verlo en algún momento, incluso creyó llegar a tocarlo con la punta de sus dedos. Pero la verdad era que siempre terminaba deshaciéndose entre sus manos.

Se esforzaba en conseguirlo, cambiando su propia forma para conquistar lo que anhelaba.

A veces era dulzura, a veces rebeldía.
A veces vulnerable, a veces inmortal.
A veces era trascendental, a veces insustancial.
A veces seriedad, a veces diversión.
A veces era flexible, a veces categórica.
A veces hablaba, a veces callaba.
A veces era sumisa, a veces independiente.

Pero hiciera lo que hiciera, jamás lograba dar con esa persona: Aquella que supiera entenderla, que comprendiera sin necesidad de palabras. Aquella que estuviese en el lugar adecuado en el preciso instante, que se preocupara por ella. Aquella que la valorara de verdad, y que además potenciara sus virtudes. Aquella que diese por ella lo mismo que ella era capaz de entregarle: todo.

Y llegó un día en el que llegó la desesperanza.

Aquel frío verano, las nubes comenzaron a pintar en tonos grises cada rincón de la casa y cada suspiro en el aire, amenazando con ponerse a llorar en cualquier momento. Las ventanas de su habitación se volvieron opacas a la luz, impidiendo que ninguno de los tímidos rayos del Sol se colase entre las sombras.

Algo se había colocado justo encima de sus hombros, algo extremadamente pesado.

Estaba sola, como era costumbre desde hacía algún tiempo, y ya ni siquiera tenía ganas de seguir con su búsqueda. Se había dado por vencida.

Sin embargo, como suele decirse, todo llega cuando menos se espera. Por eso, precisamente aquel día, ella iba a encontrar lo que tan fuertemente había ansiado.

Apareció de repente, sin más, al final del pasillo: Una figura humana la observaba atentamente desde allí. La oscuridad no le permitía reconocer sus rasgos, pero la posición de su cuerpo parecía reflejar curiosidad y miedo al mismo tiempo. Algo en ella le era familiar, así que, casi sin darse cuenta, comenzó a avanzar en su dirección.

Para su sorpresa, la figura empezó a mover uno de sus brazos lentamente, siguiendo el compás y la inercia de sus pasos. Le estaba tendiendo la mano.

Y entonces llegó hasta ella. Fue en ese momento, al final de su camino, cuando descubrió que aquella mano era la suya, que aquella silueta no era otra que su silueta, y que estaba contemplando su propia imagen en el espejo.

Dicen que desde entonces, nunca más volvió a sentirse sola. Aquel fue el día que encontró a su mejor amiga.