Volvió a la cama. En realidad, no necesitaba aquel pitido estridente ni la pequeña pantalla parpadeante para saber que tenía fiebre.
- Otra vez... –se lamentó.
Se acurrucó bajo el edredón, intentando mantener el calor, con una mano bajo el pecho y con otra sobre la frente, tratando de aliviar inútilmente el dolor.
Sus labios estaban extremadamente tersos. Si no les aplicaba cacao terminarían agrietándose. Pero levantarse era un esfuerzo innecesario en ese momento.
Debería llamar a alguien –pensó- pero... ¿a quién?
Sólo la echarían en falta en la oficina. En una hora, alguien se daría cuanta de que había una silla vacía y más trabajo de lo habitual.

Se hizo un ovillo sobre las sábanas, como lo hace el bebé dentro del útero de su madre. Y fue entonces cuando se sintió más sola que nunca. Comprendió que nadie iba a ir allí para tocarle la frente y aplicarle compresas de agua fría, que nadie estaría a su lado para arroparla, mimarla y darle calor. Nadie iba a cuidar de ella.
La cabeza iba a estallarle, y supo que esta vez no era por la fiebre. Eran las lágrimas no derramadas, las heridas abiertas, las magulladuras de la desilusión, las llagas de la desesperanza, todo el peso de este mundo, concentrados en su frente.
Y sólo entonces lloró. Lloró hasta quedarse dormida. Quieta. Inmóvil. Porque ya no le quedaban motivos para levantarse de esa cama. Porque lo único que podía hacer era seguir durmiendo... y soñar.
1 comentario:
bueno, estoy sobre aviso asi que te libras :P
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